domingo, 22 de noviembre de 2009

Fragmento del canto tercero de los Cantos de Maldoror, publicados en Paris y Bruselas en 1874, descarnada literatura autoría del Conde de Lautremont (Issidore Ducasse).


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Yo buscaba un alma que se me asemejara, pero no pude encontrarla. Registré todos los rincones de la tie­rra; mi perseverancia fue inútil. Sin embargo, no po­día permanecer solo. Necesitaba a alguien que apro­bara mi carácter, necesitaba a alguien que tuviera las mismas ideas que yo. Era por la mañana, el sol se ele­vó en el horizonte con toda su magnificencia, y he aquí que ante mis ojos apareció también un joven cuya pre­sencia engendraba flores a su paso. Se aproximó a mí y tendiéndome la mano: «He venido hasta ti, que me buscas. Bendigamos este día feliz». Pero yo: «Vete, no te he llamado, no necesito tu amistad...» Era al atardecer, la noche comenzaba a extender la negrura de su velo sobre la naturaleza. Una hermosa mujer, a la que apenas si podía distinguir, extendía también sobre mí su influencia encantadora, y me miraba con compa­sión; sin embargo, no se atrevía a hablarme. Yo dije: «Aproximate para que pueda distinguir claramente los rasgos de tu rostro, pues la luz de las estrellas no basta para iluminarlo a esta distancia. Entonces, con paso lento y los ojos bajos, caminó sobre la hierba del cés­ped, en dirección a mí. Cuando la pude ver: «Ya veo que la bondad y la inteligencia han hecho su residen­cia en tu corazón: no podríamos vivir juntos. Ahora admiras mi belleza, que ha trastornado a más de una, pero tarde o temprano te arrepentirás de haberme con­sagrado tu amor, pues no conoces mi alma. No es que jamás te fuera infiel: a la que se entrega a mí con tanta confianza y abandono, con la misma confianza y aban­dono me entrego yo; pero métete esto en la cabeza y nunca lo olvides: los lobos y los corderos no se miran con buenos ojos». ¡Qué me hacia falta entonces a mí, que rechazaba con tanta aversión lo que existía de más hermoso en la humanidad! Lo que me hacía falta nunca hubiera sabido decirlo. No estaba todavía acostumbra­do a darme cuenta rigurosamente de los fenómenos de mi espíritu por medio de los métodos que recomienda la filosofía. Me senté en una roca, cerca del mar. Un navío acababa de desplegar todas sus velas para ale­jarse del lugar: un punto imperceptible acababa de apa­recer en el horizonte, y se aproximaba poco a poco, impulsado por el viento, agradándose con rapidez. La tempestad iba a comenzar sus ataques, y el cielo se os­curecía, volviéndose de un color negro casi tan horrible como el corazón del hombre. El navío, que era un gran barco de guerra, acababa de echar todas sus anclas, pa­ra no ser barrido hacia las rocas de la costa. El viento silbaba con furor desde los cuatro puntos cardinales, y convertía a las velas en hilachas. Los truenos estalla­ban en medio de los relámpagos, pero no podían so­brepasar al ruido de los lamentos que se oían en la casa sin cimientos, sepulcro móvil. El bamboleo de las masas acuosas no había llegado a romper las cadenas de las anclas, pero sus golpes habían abierto una vía de agua en los flancos del navío. Brecha enorme, pues las bombas no eran suficientes para achicar las espu­mosas masas de agua salada que se abatían sobre el puente. El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. El que no haya visto zozobrar un barco en medio del hu­racán, de la intermitencia de los relámpagos y de la os­curidad más profunda, mientras los que están en él se sienten abrumados por esa desesperación que ya sabéis, ése no conoce los accidentes de la vida. Por último, se escapa un grito universal de inmenso dolor de entre los flancos del barco, mientras el mar redobla sus temi­bles ataques. Es el grito que ha hecho brotar el aban­dono de las fuerzas humanas. Cada uno se envuelve en el manto de la resignación y pone su suerte en las manos de Dios. Se acorralan como un rebaño de bo­rregos. El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. Han hecho funcionar las bombas durante todo el día. Es­fuerzos inútiles. La noche llegó, densa, implacable, pa­ra colmar ese espectáculo gracioso. Cada uno se dice que, una vez en el agua, ya no podrá respirar, pues, por muy lejos que haga regresar a su memoria, no re­conoce a ningún pez como antepasado; pero se exhor­ta a contener la respiración el mayor tiempo posible, a fin de prolongar su vida dos o tres segundos más; es la ironía vengadora que quiere enviar a la muerte... El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. No sabe que el barco, al hundirse, ocasiona una poderosa circun­volución de olas en torno a sí mismas, que el limo ce­nagoso se mezcla con las aguas turbias, y que una fuer­za que viene de abajo, contragolpe de la tempestad que hace sus estragos arriba, imprime al elemento unos mo­vimientos bruscos y nerviosos. Así, a pesar del acopio de sangre fría que previamente ha reunido el futuro ahogado, tras una reflexión más amplia, deberá sen­tirse feliz si prolonga su vida en los torbellinos del abis­mo, la mitad de una respiración normal, a fin de ha­cer un buen cálculo. Le será imposible, pues, burlarse de la muerte, su deseo supremo. El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. Es un error. No dispara ya cañonazos, no zozobra. La cáscara de nuez se hundió por completo. ¡Oh cielo!, ¡cómo se puede vivir después de haber experimentado tantas voluptuosidades! Aca­baba de ser testigo de las agonías mortales de muchos de mis semejantes. Minuto a minuto había seguido las peripecias de sus angustias. A veces, el bramido de al­guna vieja, enloquecida de miedo, prevalecía en aquel mercado. Otras veces, sólo el gemido de un niño de pe­cho impedía oír las órdenes para las maniobras. El bar­co estaba demasiado lejos para percibir distintamente los gemidós que me atraían las ráfagas, pero yo los aproximaba por medio de la voluntad, y la ilusión óp­tica era completa. Cada cuarto de hora, cuando un gol­pe de viento, más fuerte que los demás, entregando sus lúgubres acentos a través del grito de los petreles asus­tados, dislocaba al navío con un crujido longitudinal, y aumentaban los lamentos de aquellos que iban a ser ofrecidos en holocausto a la muerte, yo me hundía en la mejilla la punta aguda de un hierro, y pensaba en mi interior: «¡Sufren aún más!» De esta manera tenía, al menos, un término de comparación. Desde la orilla los apostrofaba, lanzándole imprecaciones y amenazas. Me parecía que debían oírme. Me parecía que mi odio y mis palabras, superando la distancia, anulaban las leyes físicas del sonido, y llegaban, inteligibles, a sus oídos, ensordecidos por los bramidos del océano en­colerizado. Me parecía que debían estar pensando en mi, y exhalaban su venganza con una rabia impoten­te. De vez en cuando, echaba una mirada hacia las ciu­dades, dormidas en tierra firme, y al ver que nadie sos­pechaba que un barco iba a zozobrar a algunas millas de la costa, con una corona de aves de presa y un pe­destal de gigantes acuáticos con el vientre vacío, yo re­cobraba el ánimo y volvía a tener esperanza: ¡estaba seguro de su pérdida! ¡No podrían escapar! Para aumentar la precaución, había ido a buscar mi esco­peta de dos tiros, a fin de que, si algún náúfrago in­tentara alcanzar las rocas a nado, para librarse de una muerte inminente, una bala en el hombro le destroza­ría el brazo, impidiéndole cumplir su intención. En el momento más fúrioso de la tempestad, vi, sobrenadan­do en las aguas, con esfuerzos desesperados, una ca­beza enérgica, con los cabellos erizados. Tragaba litros de agua y se hundía en el abismo, balanceándose co­mo un corcho. Pero en seguida aparecía de nuevo, con los cabellos chorreantes, y, fijando la mirada en la orilla, parecía desafiar a la muerte. Era admirable su san­gre fría. Una ancha herida sangrante, ocasionada por la arista de algún escollo oculto, cruzaba su rostro in­trépido y noble. No debía tener más de dieciséis años, pues a través de los relámpagos que iluminaba la no­che, apenas se notaba un vello de melocotón sobre su labio. Ahora se hallaba a doscientos metros del acan­tilado, y yo lo divisaba fácilmente. ¡Qué coraje! ¡Qué espíritu indomable! ¡ Cómo la estabilidad de su cabeza parecía burlarse del destino, hendiendo con vigor las olas, cuyos surcos se abrían con dificultad ante él!... Lo había decidido con anticipación. Debía mantener­me en mi promesa: la última hora había sonado para todos, nadie debía escapar. Esta era mi resolución, na­da la cambiaría... Se oyó un seco sonido, e inmediata­mente después la cabeza se hundió para no reaparecer más. Esa muerte no me produjo tanto placer como po­dría creerse, precisamente porque estaba ya saciado de matar de continuo, lo que hacía de ahora en adelante por un simple hábito que uno no puede pasar por al­to, pero que sólo procura un goce muy leve. Los senti­dos se embotan, se endurecen. ¿Qué voluptuosidad po­dría sentir con la muerte de este ser humano, cuando había más de un centenar que iban a ofrecerme el es­pectáculo de su última lucha con las olas, una vez hun­dido el navío? Esta muerte no tenía para mí ni siquie­ra el atractivo del peligro, pues la justicia humana, me­cida por el huracán de esta noche espantosa, dormita­ba en las casas, a unos pasos de mí. Hoy que los años pesan sobre mi cuerpo, digo con sinceridad, como una verdad suprema y solemne: yo no era tan cruel como se ha dicho después entre los hombres; pero, a veces, la maldad ejercitaba sus perseverantes estragos duran­te años enteros. Entonces no conocía limites a mi fu­ror, sufría accesos de crueldad, y me volvía terrible para aquel que se acercaba a mi mirada huraña, aunque per­teneciera a mi raza. Si se trataba de un caballo o un perro, los dejaba ir: ¿habéis oído lo que acabo de de­cir? Desgraciadamente, la noche de esa tempestad yo me hallaba en uno de esos accesos, mi razón había vo­lado (pues, de ordinario, yo era tan cruel, aunque mas prudente), y todo lo que en aquella ocasión cayera en mis manos debía perecer; no pretendo excusarme de mis errores. Tampoco toda la culpa es de mis seme­jantes. No hago más que constatar el hecho, en espera del juicio final, que me hace rascar la nuca por antici­pado... Pero, ¡qué me importa el juicio final! Mi ra­zón no vuela nunca, como he dicho para engañaros. Y cuando cometo un crimen, sé lo que hago: ¡no quería hacer otra cosa! De pie sobre la roca, mientras el huracán azotaba mis cabellos y mi manto, yo expiaba extasiado esa fuerza de la tempestad, encarnizándose con un navío, bajo un cielo sin estrellas. Seguí, con ac­titud triunfante, todas las peripecias de ese drama, des­de el instante en que el barco echó anclas hasta el ins­tante en que se hundió, hábito fatal que arrastró hacia las entrañas del mar a todos aquellos a quienes reves­tía como un manto. Pero se acercaba el instante en que yo mismo tenía que mezclarme como actor en aque­llas escenas de la naturaleza trastornada. Cuando el lu­gar donde el barco había sostenido el combate mostró claramente que éste había ido a pasar el resto de sus días en el piso bajo del mar, entonces, una parte de los que habían sido arrastrados por las olas reapare­cieron en la superficie. Disputaban cuerpo a cuerpo, dos a dos, tres a tres; era el medio de no salvar su vi-da, pues sus movimientos se hacían embarazosos y se iban al fondo como cántaros agujereados... ¿Qué es ese ejército de monstruos marinos que hiende las olas raudamente? Son seis, sus aletas son vigorosas, y se abren paso a través de las olas embravecidas. Con to­dos esos seres humanos, que mueven los cuatro miem­bros de ese continente tan poco estable, los tiburones hacen muy pronto una tortilla sin huevos, y se la re­parten de acuerdo con la ley del más fuerte. La sangre se mezcla con las aguas y las aguas se mezclan con la sangre. Sus ojos feroces iluminan suficientemente el es­cenario de la carnicería... Pero, ¿qué es ese tumulto de las aguas, allá lejos, en el horizonte? Se diría una tromba que se acerca. ¡Qué golpes de remo! Percibo lo que es: una enorme hembra de tiburones que viene a tomar parte del pastel de hígado de pato y a comer el cocido frío. Llega furiosa, pues está hambrienta. Se entabla una lucha entre ella y los tiburones entonces, se disputan algunos miembros palpitantes que flotan por aquí y por allá, en silencio, sobre la superficie de la crema roja. A derecha e izquierda, lanza dentella­das que producen heridas mortales. Pero tres tiburo­nes vivos le rodean y ella se ve obligada a girar en to­dos los sentidos para hacer fracasar su maniobra. Con creciente emoción, hasta entonces desconocida, el es­pectador, situado en la orilla, sigue esa batalla naval de nuevo género. Tiene la mirada clavada sobre esa va­lerosa hembra de tiburón, de dientes tan fuertes. No vacila más, se echa la escopeta al hombro, y, con su habitual destreza, aloja la segunda bala en las agallas de un tiburón, en el momento en que se mostraba por encima de una ola. Quedan dos tiburones que dan tes­timonio de un encarnizamiento mayor. Desde lo alto de la roca, el hombre de la saliva salobre se arroja al mar y nada hacia la alfombra agradablemente colorea­da, sosteniendo en la mano ese cuchillo de acero que no le abandona jamás. Desde ahora, cada tiburón tie­ne que habérselas con un enemigo. Avanza hacia su ad­versario cansado, y, sin apresurarse, le hunde en el vien­tre la afilada hoja. La móvil ciudadela se desembara­za fácilmente del último adversario... Se encuentran ca­ra a cara el nadador y la hembra del tiburón salvada por él. Se miran a los ojos durante unos minutos, y cada uno se asombra de encontrar tanta ferocidad en la mirada del otro. Dan vueltas en redondo nadando, sin perderse de vista, diciéndose para sí: «He estado engañado hasta ahora; he aquí uno que me gana en maldad». Entonces, de común acuerdo, entre dos aguas, se deslizaron uno hacia el otro, con mucha ad­miración, la hembra de tiburón separando las aguas con sus aletas, Maldoror agitando las olas con sús brazos, y retuvieron su aliento con una veneración profunda, cada uno deseoso de contemplar, por primera vez, su vivo retrato. Cuando estaban a tres metros de distan­cia, súbitamente, cayeron el uno sobre el otro, como dos amantes, y se abrazaron con dignidad y reconoci­miento, un abrazo tan tierno como el de un hermano o una hermana. Los deseos carnales siguieron de cer­ca a esa demostración de amistad. Dos muslos ner­viosos se unieron estrechamente a la piel viscosa del monstruo como dos sanguijuelas, y con los brazos y las aletas entrelazadas alrededor del cuerpo del objeto amado, al que rodeaban con amor, mientras sus gar­gantas y sus pechos no formaban más que una masa glauca con las exhalaciones de las algas, en medio de la tempestad que continuaba haciendo estragos, a la luz de los relámpagos, teniendo por lecho nupcial las olas espumosas, llevados por una corriente submarina como en una cuna, y rodando sobre sí mismos hacia las profundidades desconocidas del abismo, ¡se unie­ron en una cópula larga, casta y horrible!... ¡Por fin acababa de encontrar a alguien que se asemejara!

¡Desde ahora ya no estaría solo en la vida!... ¡Ella te­nía las mismas ideas que yo!... ¡Estaba frente a mi pri­mer amor!

El Sena arrastra un cuerpo humano. En esas circuns­tancias, adquiere una andadura solemne. El cadáver hinchado se mantiene sobre el agua, desaparece bajo el arco de un puente, para reaparecer de nuevo más le­jos, girando lentamente sobre si mismo, como una rue­da de molino, y hundiéndose a intervalos. El dueño de un barco, con ayuda de una pértiga, lo engancha al pa­sar y lo lleva a tierra. Antes de transportar el cuerpo al depósito de cadáveres, se le deja algún tiempo en la orilla, para intentar hacerle volver a la vida. La multi­tud compacta se reúne alrededor del cuerpo. Los que no pueden ver, por que están detrás, empujan todo lo que pueden a los que están delante. Cada uno se dice: «No soy yo quien se ahogaría». Al muchacho que se ha suicidado se le compadece, se le admira, pero no se le imita. Y, sin embargo, él ha encontrado muy na­tural haberse dado la muerte, al juzgar que no existe nada en la tierra capaz de contentarlo, pues aspira a algo más elevado. Su rostro es distinguido, y rica su vestimenta. ¿Tiene ya diecisiete años? ¡Eso es morir joven! La multitud paralizada continúa con los ojos clavados en él... Está anocheciendo. Cada uno se retí­ra silenciosamente. Nadie se atreve a darle la vuelta al ahogado, para hacerle arrojar el agua que llena su cuer­po. Tienen miedo a pasar por sensibles, y nadie se mue­ve, atrincherado en el cuello de su camisa. Uno se va silbando una absurda canción tirolesa; otro hace res­tallar los dedos como castañuelas... Hostigado por sus sombríos pensamientos, Maldoror, sobre su caballo, pasa cerca del lugar, con la velocidad el relámpago. Per­cibe al ahogado; eso basta. En seguida detiene su cor­cel y echa pie a tierra. Levanta al muchacho sin asco, y le hace expulsar el agua con abundancia. El pensa­miento de que ese cuerpo inerte pudiera volver a vivir bajo su mano, hace que sienta el corazón saltar, y, ba­jo esa excelente impresión, redobla su ánimo. ¡Vanos esfuerzos! Vanos esfuerzos, he dicho, y esa es la ver­dad. El cadáver sigue inerte, y se deja girar en todos los sentidos. Él frota sus sienes, fricciona este o aquel miembro, sopla durante una hora en la boca, apretan­do sus labios contra los labios del desconocido. Por fin le parece sentir bajo su mano, aplicada contra el pe­cho, un ligero latido. ¡El ahogado vive! En ese instan-te supremo no pudo notar que numerosas arrugas de­saparecieron de la frente del caballero y lo rejuvene­cieron diez años. Pero ¡ay!, las arrugas volverán, qui­zás mañana, quizás en seguida, en cuanto se aleje de la orilla del Sena. Mientras tanto, el ahogado abre unos ojos turbios, y, con una sonrisa descolorida, da las gra­cias a su bienhechor; pero todavía está débil y no pue­de hacer ningún movimiento. Salvar la vida a alguien, ¡qué hermoso! ¡Y cómo esta acción redime de las cul­pas! El hombre de labios de bronce, ocupado hasta en­tonces en arrancárselo a la muerte, mira al muchacho con más atención y sus rasgos no le parecen descono­cidos. Piensa que entre el ahogado de rubios cabellos y Holzer, no hay mucha diferencia. ¡Vedlos como se abrazan efusivamente! ¡No importa! El hombre de la pupila de jaspe quiere conservar la apariencia de una actitud severa. Sin decir nada, coloca a su amigo en la grupa, y el corcel se aleja al galope. Oh tú, Holzer, que te creías tan razonable y fuerte, ¿no has visto, en tu propio ejemplo, lo difícil que es, en un acceso de desesperación, conservar esa sangre fría de la que te vanaglorias? Espero que no me causes más semejante disgusto, y yo, p9r mi parte, te prometo no atentar nun­ca contra mi vida.

Hay horas en la vida en que hombre de la cabellera piojosa lanza, con los ojos fijos, miradas salvajes so­bre las membranas verdes del espacio, pues le parece oír ante silos irónicos abucheos de un fantasma. Mueve y baja la cabeza: lo que ha oído es la voz de la con­ciencia. Entonces sale de la casa con la velocidad de un loco, toma la primera dirección que se ofrece a su estupor, y devora las llanuras rugosas del campo. Pe­ro el fantasma amarillo no le pierde de vista y lo persi­gue con la misma velocidad. Algunas veces, en una no­che de tormenta, mientras legiones de pulpos alados, que desde lejos se parecen a cuervos, planean por encima de las nubes, dirigiéndose con inflexible remada hacia las ciudades de los hombres, con la misión de ad­vertirles que cambien de conducta, el guijarro de mi­rada sombría ve pasar, uno tras otro, dos seres entre el resplandor del relámpago, y, enjugando una furtiva lágrima de compasión que se desliza de su párpado he­lado, exclama: «Ciertamente, lo merece, es de justicia». Después de haber dicho esto, recobra su actitud feroz, y continúa mirando, con un temblor nervioso, la caza del hombre, y los grandes labios de la vagina sombría, de donde se desprenden sin cesar, como un río, inmen­sos espermatozoides tenebrosos que toman su ímpetu en el éter lúgubre, escondiendo, con el vasto desplie­gue de sus alas de murciélago, la naturaleza entera, y las legiones solitarias de pulpos que se han vuelto taci­turnos ante el aspecto de esas fulguraciones sordas e inexpresables. Pero durante ese tiempo el steeple-chase continúa entre los dos infatigables corredores, y el fan­tasma arroja por su boca torrentes de fuego sobre la espalda calcinada del antílope humano. Si, en el cum­plimento de ese deber, encuentra en el camino a la pie­dad que quiere cerrarle el paso, cede a sus súplicas con repugnancia, y deja que el hombre se escape. El fan­tasma hace chasquear su lengua, como para decirse a sí mismo que va a dejar la persecusión, y regresa a su pocilga hasta nueva orden. Su voz de condenado se ex­tiende hasta el interior de los lechos más lejanos del espacio, y cuando su aullido espantoso penetra en el corazón humano, éste preferiría tener, se dice, a la muerte por madre antes que al remordimiento por hi­jo. Hunde la cabeza hasta los hombros en la compli­caciones terrosas de un agujero, pero la conciencia vo­latiza esta astucia de avestruz. La excavación se eva­pora, gota de éter, la luz aparece con su cortejo de ra­yos, como una bandada de chorlitos que cae sobre el espliego, y el hombre se encuentra frente a sí mismo con los turbios ojos abiertos. Lo he visto dirigirse ha­cia el mar, subir a un promontorio destrozado y batido por la ceja de la espuma, y, como una flecha, pre­cipitarse en las olas. He aquí el milagro: el cadáver rea­parecía al día siguiente en la superficie del océano, el cual devolvía a su vez el despojo de carne a la orilla. El hombre se despojaba del molde que su cuerpo ha­bía fraguado en la arena, exprimía el agua de sus ca­bellos mojados, y volvía a emprender, con la frente mu­da e inclinada, el camino de la vida. La conciencia juzga severamente nuestros pensamientos y nuestros actos más secretos, y no se engaña. Como es a menudo im­potente para prevenir el mal, no cesa de acosar al hom­bre, como a un zorro, sobre todo durante la oscuri­dad. Ojos vengadores, que la ciencia ignorante llama meteoros, esparcen una llama lívida, pasan girando so­bre sí mismos, y articulan palabras de misterio... ¡que él comprende! Entonces su cabezal queda triturado por las sacudidas de su cuerpo, abrumado por el peso del insomnio, y oye la siniestra respiración de los vagos ru­mores de la noche. El ángel del sueño mismo, mortal­mente alcanzado en la frente por una piedra descono­cida, abandona su tarea y asciende hacia los cielos. Pues bien, esta vez me presento para defender al hombre, yo, el censor de todas las virtudes, yo, el que no ha po­dido olvidar al Creador, desde el día glorioso en que, derribando de su pedestal los anales del cielo, donde no sé por medio de qué infame embrollo estaban con­signados su dominio y su eternidad, le apliqué mis cua­trocientas ventosas debajo de la axila y le hice dar gri­tos terribles... Se convirtieron en víboras al salir de su boca y, fueron a esconderse entre las malezas, entre las murallas ruinosas, al acecho del día, al acecho de la noche. Esos gritos, que volvieron rampantes y dota­dos de innumerables anillos, con una cabeza pequeña y aplastada y ojos pérfidos, han jurado detener a la inocencia humana, y cuando ésta se pasea entre la ma­raña de los bosques, o al dorso de los taludes, o sobre las arenas de las dunas, no tarda en cambiar de idea. Sin embargo, siempre que esté a tiempo, pues en oca­siones el hombre percibe la penetración del veneno en las venas de su pierna, por una mordedura casi imper­ceptible, antes de que tenga tiempo de retroceder y lar­garse. Así es como el Creador, conservando una san­gre fría admirable, hasta en los sufrimientos más atro­ces, sabe extraer de su propio seno gérmenes nocivos para los habitantes de la tierra. Cuál no sería su asom­bro cuando vio a Maldoror, convertido en pulpo, avan­zar hacia su cuerpo con sus ocho patas monstruosas, cada una de las cuales, sólida correa, habría podido rodear fácilmente la circunferencia de un planeta. Co­gido de sorpresa, se debatió algunos instantes contra ese abrazo viscoso, que se estrechaba cada vez más... Yo temía algún golpe dañino por su parte; después de haberme nutrido abundantemente con los glóbulos de esa sangre sagráda, me separé bruscamente de su cuer­po majestuoso, y me escondí en una caverna que des­de entonces se convirtió en mi morada. Tras infructuo­sas búsquedas, no pudo encontrarme. Hace mucho tiempo de eso, pero creo que ahora ya sabe dónde está mi morada, aunque se guarda de entrar en ella; vivi­mos como dos monarcas vecinos que conocen sus res­pectivas fuerzas, y no pudiendo vencer uno a otro, es­tán cansados de las batallas inútiles del pasado. El me teme y yo le temo; cada uno, sin haber sido vencido, hemos sentido los rudos golpes de su adversario, y así estamos. Sin embargo, estoy dispuesto a comenzar de nuevo la lucha cuando él quiera. Pero que no espere ningún momento favorable para sus ocultos designios. Estaré siempre en guardia, con la vista fija en él. Que no envíe más a la tierra la conciencia y sus torturas. He enseñado a los hombres las armas con que puede combatirla con ventaja. Todavía no están familiariza­dos con ella, pero sabes que para mí es como la paja que se lleva el viento. No le hago ningún caso. Si qui­siera aprovechar la ocasión que se presenta de sutili­zar estas discusiones poéticas, añadiría que incluso hago más caso de la paja que de la conciencia, pues la paja es útil para el buey que la rumia, mientras que, la con­ciencia sólo sabe mostrar sus garras de acero. Estas su­frieron un penoso descalabro el día que se plantaron ante mí. Como la conciencia había sido enviada por el Creador, creí conveniente no dejarme cerrar el paso por ella. Si se hubiera presentado con la modestia y la humildad propias de su rango, y de las que jamás hu­biera debido apartarse, yo la habría escuchado. No me gustaba su orgullo. Extendí una mano y con mis de­dos trituré sus garras, que cayeron pulverizadas bajo la presión creciente de esa nueva clase de mortero. Ex­tendí la otra mano y le arranqué la cabeza. A conti­nuación arrojé de mi casa a latigazos a aquella mujer y no la volví a ver más. Conservé su cabeza en recuer­do de mi victoria... Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo roía, me mantuvo sobre un pie, como la garza, al borde del precipicio fraguado en las laderas de la montaña. Me han visto descender al valle, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y serena como la lápi­da de una tumba. Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo roía, nadé entre los remolinos más peligrosos, atravesé los escollos mortales, y me sumergí bajo las corrientes para asistir, como un ser ajeno, a los com­bates de los monstruos marinos; me alejé de la costa hasta perderla de mi vista penetrante; y los horribles calambres, con su magnetismo paralizante, rondaban alrededor de mis miembros, que hendían las olas con movimientos vigorosos, sin atreverse a aproximarse. Me han visto regresar, sano y salvo, a la playa, mien­tras la piel de mi pecho estaba inmóvil y serena como la lápida de una tumba. Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo roía, subí los peldaños que ascendían a una elevada torre. Llegué, con las piernas cansadas, a la plataforma vertiginosa. Contemplé el campo, el mar; contemplé el sol, el firmamento; empujando con el pie el granito, que no cedió, desafié a la muerte y a la ven­ganza divina con un supremo abucheo, y me precipi­té, como un adoquín, en la boca del espacio. Los hom­bres oyeron el choque doloroso y resonante que resul­tó del encuentro del suelo con la cabeza de la concien­cia, que había abandonado en mi caída. Me han visto descender, con la lentitud de un pájaro, llevado por una nube invisible, y recoger la cabeza, para forzarla a ser testigo de un triple crimen que yo debía cometer ese día, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y se­rena como la lápida de una tumba. Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo roía, me dirigí hacia el lugar donde se elevan los postes que sostienen la guillotina. Coloqué la gracia suave del cuello de tres muchachas bajo la cuchilla. Como verdugo, solté el cordón con la aparente experiencia de toda la vida, y el hierro trian­gular, cayendo oblicuamente, cortó las tres cabezas que me miraban con dulzura. Puse en seguida la mía bajo la pesada navaja, y el verdugo se dispuso a cumplir con su deber. Tres veces la cuchilla descendió entre las ra­nuras con un renovado vigor, tres veces mi armazón material, sobre todo en el sitio del cuello, fue sacudi­do hasta sus cimientos, como cuando en sueños uno se figura ser aplastado por una casa que se desploma. El pueblo estupefacto me deja pasar para que me aleje de la fúnebre plaza; me ha visto abrir a codazos sus olas ondulantes, y desplazarme, lleno de vida, avan­zando con la cabeza alta, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y serena como la lápida de una tumba. Dije que quería defender al hombre esta vez, pero te­mo que mi apología no sea expresión de la verdad, y, en consecuencia, prefiero callarme. La humanidad aplaudirá esta medida con agradecimiento. Es hora de poner freno a mi inspiración y de que me detenga un instante en mi camino, como cuando se contempla la vagina de una mujer; es bueno exami­nar el espacio recorrido, para a continuación, con los miembros descansados, dar un salto impetuoso. Dar un giro sin tomar aliento no es fácil, pues las alas se cansan mucho, en un vuelo elevado, sin esperanza y sin remordimiento. No... no conduzcamos a más pro­fundidad la huraña jauría de las piochas y las explora­ciones a través de las minas explosivas de este canto impío. El cocodrilo no cambiará una palabra del vó­mito salido del interior de su cráneo. Tanto peor, si alguna sombra furtiva, estimulada por el loable fin de vengar a la humanidad, injustamente atacada por mi, abre subrepticiamente la puerta de mi cuarto, y, rozan­do la pared como el ala de una gaviota, hunde su pu­ñal en las costillas del saqueador de despojos celestia­les. Lo mismo da que la arcilla disuelva sus átomos de esa manera que de otra.

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