Fragmento del canto tercero de los Cantos de Maldoror, publicados en Paris y Bruselas en 1874, descarnada literatura autoría del Conde de Lautremont (Issidore Ducasse).
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Yo buscaba un alma que se me asemejara, pero no pude encontrarla. Registré todos los rincones de la tierra; mi perseverancia fue inútil. Sin embargo, no podía permanecer solo. Necesitaba a alguien que aprobara mi carácter, necesitaba a alguien que tuviera las mismas ideas que yo. Era por la mañana, el sol se elevó en el horizonte con toda su magnificencia, y he aquí que ante mis ojos apareció también un joven cuya presencia engendraba flores a su paso. Se aproximó a mí y tendiéndome la mano: «He venido hasta ti, que me buscas. Bendigamos este día feliz». Pero yo: «Vete, no te he llamado, no necesito tu amistad...» Era al atardecer, la noche comenzaba a extender la negrura de su velo sobre la naturaleza. Una hermosa mujer, a la que apenas si podía distinguir, extendía también sobre mí su influencia encantadora, y me miraba con compasión; sin embargo, no se atrevía a hablarme. Yo dije: «Aproximate para que pueda distinguir claramente los rasgos de tu rostro, pues la luz de las estrellas no basta para iluminarlo a esta distancia. Entonces, con paso lento y los ojos bajos, caminó sobre la hierba del césped, en dirección a mí. Cuando la pude ver: «Ya veo que la bondad y la inteligencia han hecho su residencia en tu corazón: no podríamos vivir juntos. Ahora admiras mi belleza, que ha trastornado a más de una, pero tarde o temprano te arrepentirás de haberme consagrado tu amor, pues no conoces mi alma. No es que jamás te fuera infiel: a la que se entrega a mí con tanta confianza y abandono, con la misma confianza y abandono me entrego yo; pero métete esto en la cabeza y nunca lo olvides: los lobos y los corderos no se miran con buenos ojos». ¡Qué me hacia falta entonces a mí, que rechazaba con tanta aversión lo que existía de más hermoso en la humanidad! Lo que me hacía falta nunca hubiera sabido decirlo. No estaba todavía acostumbrado a darme cuenta rigurosamente de los fenómenos de mi espíritu por medio de los métodos que recomienda la filosofía. Me senté en una roca, cerca del mar. Un navío acababa de desplegar todas sus velas para alejarse del lugar: un punto imperceptible acababa de aparecer en el horizonte, y se aproximaba poco a poco, impulsado por el viento, agradándose con rapidez. La tempestad iba a comenzar sus ataques, y el cielo se oscurecía, volviéndose de un color negro casi tan horrible como el corazón del hombre. El navío, que era un gran barco de guerra, acababa de echar todas sus anclas, para no ser barrido hacia las rocas de la costa. El viento silbaba con furor desde los cuatro puntos cardinales, y convertía a las velas en hilachas. Los truenos estallaban en medio de los relámpagos, pero no podían sobrepasar al ruido de los lamentos que se oían en la casa sin cimientos, sepulcro móvil. El bamboleo de las masas acuosas no había llegado a romper las cadenas de las anclas, pero sus golpes habían abierto una vía de agua en los flancos del navío. Brecha enorme, pues las bombas no eran suficientes para achicar las espumosas masas de agua salada que se abatían sobre el puente. El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. El que no haya visto zozobrar un barco en medio del huracán, de la intermitencia de los relámpagos y de la oscuridad más profunda, mientras los que están en él se sienten abrumados por esa desesperación que ya sabéis, ése no conoce los accidentes de la vida. Por último, se escapa un grito universal de inmenso dolor de entre los flancos del barco, mientras el mar redobla sus temibles ataques. Es el grito que ha hecho brotar el abandono de las fuerzas humanas. Cada uno se envuelve en el manto de la resignación y pone su suerte en las manos de Dios. Se acorralan como un rebaño de borregos. El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. Han hecho funcionar las bombas durante todo el día. Esfuerzos inútiles. La noche llegó, densa, implacable, para colmar ese espectáculo gracioso. Cada uno se dice que, una vez en el agua, ya no podrá respirar, pues, por muy lejos que haga regresar a su memoria, no reconoce a ningún pez como antepasado; pero se exhorta a contener la respiración el mayor tiempo posible, a fin de prolongar su vida dos o tres segundos más; es la ironía vengadora que quiere enviar a la muerte... El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. No sabe que el barco, al hundirse, ocasiona una poderosa circunvolución de olas en torno a sí mismas, que el limo cenagoso se mezcla con las aguas turbias, y que una fuerza que viene de abajo, contragolpe de la tempestad que hace sus estragos arriba, imprime al elemento unos movimientos bruscos y nerviosos. Así, a pesar del acopio de sangre fría que previamente ha reunido el futuro ahogado, tras una reflexión más amplia, deberá sentirse feliz si prolonga su vida en los torbellinos del abismo, la mitad de una respiración normal, a fin de hacer un buen cálculo. Le será imposible, pues, burlarse de la muerte, su deseo supremo. El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. Es un error. No dispara ya cañonazos, no zozobra. La cáscara de nuez se hundió por completo. ¡Oh cielo!, ¡cómo se puede vivir después de haber experimentado tantas voluptuosidades! Acababa de ser testigo de las agonías mortales de muchos de mis semejantes. Minuto a minuto había seguido las peripecias de sus angustias. A veces, el bramido de alguna vieja, enloquecida de miedo, prevalecía en aquel mercado. Otras veces, sólo el gemido de un niño de pecho impedía oír las órdenes para las maniobras. El barco estaba demasiado lejos para percibir distintamente los gemidós que me atraían las ráfagas, pero yo los aproximaba por medio de la voluntad, y la ilusión óptica era completa. Cada cuarto de hora, cuando un golpe de viento, más fuerte que los demás, entregando sus lúgubres acentos a través del grito de los petreles asustados, dislocaba al navío con un crujido longitudinal, y aumentaban los lamentos de aquellos que iban a ser ofrecidos en holocausto a la muerte, yo me hundía en la mejilla la punta aguda de un hierro, y pensaba en mi interior: «¡Sufren aún más!» De esta manera tenía, al menos, un término de comparación. Desde la orilla los apostrofaba, lanzándole imprecaciones y amenazas. Me parecía que debían oírme. Me parecía que mi odio y mis palabras, superando la distancia, anulaban las leyes físicas del sonido, y llegaban, inteligibles, a sus oídos, ensordecidos por los bramidos del océano encolerizado. Me parecía que debían estar pensando en mi, y exhalaban su venganza con una rabia impotente. De vez en cuando, echaba una mirada hacia las ciudades, dormidas en tierra firme, y al ver que nadie sospechaba que un barco iba a zozobrar a algunas millas de la costa, con una corona de aves de presa y un pedestal de gigantes acuáticos con el vientre vacío, yo recobraba el ánimo y volvía a tener esperanza: ¡estaba seguro de su pérdida! ¡No podrían escapar! Para aumentar la precaución, había ido a buscar mi escopeta de dos tiros, a fin de que, si algún náúfrago intentara alcanzar las rocas a nado, para librarse de una muerte inminente, una bala en el hombro le destrozaría el brazo, impidiéndole cumplir su intención. En el momento más fúrioso de la tempestad, vi, sobrenadando en las aguas, con esfuerzos desesperados, una cabeza enérgica, con los cabellos erizados. Tragaba litros de agua y se hundía en el abismo, balanceándose como un corcho. Pero en seguida aparecía de nuevo, con los cabellos chorreantes, y, fijando la mirada en la orilla, parecía desafiar a la muerte. Era admirable su sangre fría. Una ancha herida sangrante, ocasionada por la arista de algún escollo oculto, cruzaba su rostro intrépido y noble. No debía tener más de dieciséis años, pues a través de los relámpagos que iluminaba la noche, apenas se notaba un vello de melocotón sobre su labio. Ahora se hallaba a doscientos metros del acantilado, y yo lo divisaba fácilmente. ¡Qué coraje! ¡Qué espíritu indomable! ¡ Cómo la estabilidad de su cabeza parecía burlarse del destino, hendiendo con vigor las olas, cuyos surcos se abrían con dificultad ante él!... Lo había decidido con anticipación. Debía mantenerme en mi promesa: la última hora había sonado para todos, nadie debía escapar. Esta era mi resolución, nada la cambiaría... Se oyó un seco sonido, e inmediatamente después la cabeza se hundió para no reaparecer más. Esa muerte no me produjo tanto placer como podría creerse, precisamente porque estaba ya saciado de matar de continuo, lo que hacía de ahora en adelante por un simple hábito que uno no puede pasar por alto, pero que sólo procura un goce muy leve. Los sentidos se embotan, se endurecen. ¿Qué voluptuosidad podría sentir con la muerte de este ser humano, cuando había más de un centenar que iban a ofrecerme el espectáculo de su última lucha con las olas, una vez hundido el navío? Esta muerte no tenía para mí ni siquiera el atractivo del peligro, pues la justicia humana, mecida por el huracán de esta noche espantosa, dormitaba en las casas, a unos pasos de mí. Hoy que los años pesan sobre mi cuerpo, digo con sinceridad, como una verdad suprema y solemne: yo no era tan cruel como se ha dicho después entre los hombres; pero, a veces, la maldad ejercitaba sus perseverantes estragos durante años enteros. Entonces no conocía limites a mi furor, sufría accesos de crueldad, y me volvía terrible para aquel que se acercaba a mi mirada huraña, aunque perteneciera a mi raza. Si se trataba de un caballo o un perro, los dejaba ir: ¿habéis oído lo que acabo de decir? Desgraciadamente, la noche de esa tempestad yo me hallaba en uno de esos accesos, mi razón había volado (pues, de ordinario, yo era tan cruel, aunque mas prudente), y todo lo que en aquella ocasión cayera en mis manos debía perecer; no pretendo excusarme de mis errores. Tampoco toda la culpa es de mis semejantes. No hago más que constatar el hecho, en espera del juicio final, que me hace rascar la nuca por anticipado... Pero, ¡qué me importa el juicio final! Mi razón no vuela nunca, como he dicho para engañaros. Y cuando cometo un crimen, sé lo que hago: ¡no quería hacer otra cosa! De pie sobre la roca, mientras el huracán azotaba mis cabellos y mi manto, yo expiaba extasiado esa fuerza de la tempestad, encarnizándose con un navío, bajo un cielo sin estrellas. Seguí, con actitud triunfante, todas las peripecias de ese drama, desde el instante en que el barco echó anclas hasta el instante en que se hundió, hábito fatal que arrastró hacia las entrañas del mar a todos aquellos a quienes revestía como un manto. Pero se acercaba el instante en que yo mismo tenía que mezclarme como actor en aquellas escenas de la naturaleza trastornada. Cuando el lugar donde el barco había sostenido el combate mostró claramente que éste había ido a pasar el resto de sus días en el piso bajo del mar, entonces, una parte de los que habían sido arrastrados por las olas reaparecieron en la superficie. Disputaban cuerpo a cuerpo, dos a dos, tres a tres; era el medio de no salvar su vi-da, pues sus movimientos se hacían embarazosos y se iban al fondo como cántaros agujereados... ¿Qué es ese ejército de monstruos marinos que hiende las olas raudamente? Son seis, sus aletas son vigorosas, y se abren paso a través de las olas embravecidas. Con todos esos seres humanos, que mueven los cuatro miembros de ese continente tan poco estable, los tiburones hacen muy pronto una tortilla sin huevos, y se la reparten de acuerdo con la ley del más fuerte. La sangre se mezcla con las aguas y las aguas se mezclan con la sangre. Sus ojos feroces iluminan suficientemente el escenario de la carnicería... Pero, ¿qué es ese tumulto de las aguas, allá lejos, en el horizonte? Se diría una tromba que se acerca. ¡Qué golpes de remo! Percibo lo que es: una enorme hembra de tiburones que viene a tomar parte del pastel de hígado de pato y a comer el cocido frío. Llega furiosa, pues está hambrienta. Se entabla una lucha entre ella y los tiburones entonces, se disputan algunos miembros palpitantes que flotan por aquí y por allá, en silencio, sobre la superficie de la crema roja. A derecha e izquierda, lanza dentelladas que producen heridas mortales. Pero tres tiburones vivos le rodean y ella se ve obligada a girar en todos los sentidos para hacer fracasar su maniobra. Con creciente emoción, hasta entonces desconocida, el espectador, situado en la orilla, sigue esa batalla naval de nuevo género. Tiene la mirada clavada sobre esa valerosa hembra de tiburón, de dientes tan fuertes. No vacila más, se echa la escopeta al hombro, y, con su habitual destreza, aloja la segunda bala en las agallas de un tiburón, en el momento en que se mostraba por encima de una ola. Quedan dos tiburones que dan testimonio de un encarnizamiento mayor. Desde lo alto de la roca, el hombre de la saliva salobre se arroja al mar y nada hacia la alfombra agradablemente coloreada, sosteniendo en la mano ese cuchillo de acero que no le abandona jamás. Desde ahora, cada tiburón tiene que habérselas con un enemigo. Avanza hacia su adversario cansado, y, sin apresurarse, le hunde en el vientre la afilada hoja. La móvil ciudadela se desembaraza fácilmente del último adversario... Se encuentran cara a cara el nadador y la hembra del tiburón salvada por él. Se miran a los ojos durante unos minutos, y cada uno se asombra de encontrar tanta ferocidad en la mirada del otro. Dan vueltas en redondo nadando, sin perderse de vista, diciéndose para sí: «He estado engañado hasta ahora; he aquí uno que me gana en maldad». Entonces, de común acuerdo, entre dos aguas, se deslizaron uno hacia el otro, con mucha admiración, la hembra de tiburón separando las aguas con sus aletas, Maldoror agitando las olas con sús brazos, y retuvieron su aliento con una veneración profunda, cada uno deseoso de contemplar, por primera vez, su vivo retrato. Cuando estaban a tres metros de distancia, súbitamente, cayeron el uno sobre el otro, como dos amantes, y se abrazaron con dignidad y reconocimiento, un abrazo tan tierno como el de un hermano o una hermana. Los deseos carnales siguieron de cerca a esa demostración de amistad. Dos muslos nerviosos se unieron estrechamente a la piel viscosa del monstruo como dos sanguijuelas, y con los brazos y las aletas entrelazadas alrededor del cuerpo del objeto amado, al que rodeaban con amor, mientras sus gargantas y sus pechos no formaban más que una masa glauca con las exhalaciones de las algas, en medio de la tempestad que continuaba haciendo estragos, a la luz de los relámpagos, teniendo por lecho nupcial las olas espumosas, llevados por una corriente submarina como en una cuna, y rodando sobre sí mismos hacia las profundidades desconocidas del abismo, ¡se unieron en una cópula larga, casta y horrible!... ¡Por fin acababa de encontrar a alguien que se asemejara!
¡Desde ahora ya no estaría solo en la vida!... ¡Ella tenía las mismas ideas que yo!... ¡Estaba frente a mi primer amor!
El Sena arrastra un cuerpo humano. En esas circunstancias, adquiere una andadura solemne. El cadáver hinchado se mantiene sobre el agua, desaparece bajo el arco de un puente, para reaparecer de nuevo más lejos, girando lentamente sobre si mismo, como una rueda de molino, y hundiéndose a intervalos. El dueño de un barco, con ayuda de una pértiga, lo engancha al pasar y lo lleva a tierra. Antes de transportar el cuerpo al depósito de cadáveres, se le deja algún tiempo en la orilla, para intentar hacerle volver a la vida. La multitud compacta se reúne alrededor del cuerpo. Los que no pueden ver, por que están detrás, empujan todo lo que pueden a los que están delante. Cada uno se dice: «No soy yo quien se ahogaría». Al muchacho que se ha suicidado se le compadece, se le admira, pero no se le imita. Y, sin embargo, él ha encontrado muy natural haberse dado la muerte, al juzgar que no existe nada en la tierra capaz de contentarlo, pues aspira a algo más elevado. Su rostro es distinguido, y rica su vestimenta. ¿Tiene ya diecisiete años? ¡Eso es morir joven! La multitud paralizada continúa con los ojos clavados en él... Está anocheciendo. Cada uno se retíra silenciosamente. Nadie se atreve a darle la vuelta al ahogado, para hacerle arrojar el agua que llena su cuerpo. Tienen miedo a pasar por sensibles, y nadie se mueve, atrincherado en el cuello de su camisa. Uno se va silbando una absurda canción tirolesa; otro hace restallar los dedos como castañuelas... Hostigado por sus sombríos pensamientos, Maldoror, sobre su caballo, pasa cerca del lugar, con la velocidad el relámpago. Percibe al ahogado; eso basta. En seguida detiene su corcel y echa pie a tierra. Levanta al muchacho sin asco, y le hace expulsar el agua con abundancia. El pensamiento de que ese cuerpo inerte pudiera volver a vivir bajo su mano, hace que sienta el corazón saltar, y, bajo esa excelente impresión, redobla su ánimo. ¡Vanos esfuerzos! Vanos esfuerzos, he dicho, y esa es la verdad. El cadáver sigue inerte, y se deja girar en todos los sentidos. Él frota sus sienes, fricciona este o aquel miembro, sopla durante una hora en la boca, apretando sus labios contra los labios del desconocido. Por fin le parece sentir bajo su mano, aplicada contra el pecho, un ligero latido. ¡El ahogado vive! En ese instan-te supremo no pudo notar que numerosas arrugas desaparecieron de la frente del caballero y lo rejuvenecieron diez años. Pero ¡ay!, las arrugas volverán, quizás mañana, quizás en seguida, en cuanto se aleje de la orilla del Sena. Mientras tanto, el ahogado abre unos ojos turbios, y, con una sonrisa descolorida, da las gracias a su bienhechor; pero todavía está débil y no puede hacer ningún movimiento. Salvar la vida a alguien, ¡qué hermoso! ¡Y cómo esta acción redime de las culpas! El hombre de labios de bronce, ocupado hasta entonces en arrancárselo a la muerte, mira al muchacho con más atención y sus rasgos no le parecen desconocidos. Piensa que entre el ahogado de rubios cabellos y Holzer, no hay mucha diferencia. ¡Vedlos como se abrazan efusivamente! ¡No importa! El hombre de la pupila de jaspe quiere conservar la apariencia de una actitud severa. Sin decir nada, coloca a su amigo en la grupa, y el corcel se aleja al galope. Oh tú, Holzer, que te creías tan razonable y fuerte, ¿no has visto, en tu propio ejemplo, lo difícil que es, en un acceso de desesperación, conservar esa sangre fría de la que te vanaglorias? Espero que no me causes más semejante disgusto, y yo, p9r mi parte, te prometo no atentar nunca contra mi vida.
Hay horas en la vida en que hombre de la cabellera piojosa lanza, con los ojos fijos, miradas salvajes sobre las membranas verdes del espacio, pues le parece oír ante silos irónicos abucheos de un fantasma. Mueve y baja la cabeza: lo que ha oído es la voz de la conciencia. Entonces sale de la casa con la velocidad de un loco, toma la primera dirección que se ofrece a su estupor, y devora las llanuras rugosas del campo. Pero el fantasma amarillo no le pierde de vista y lo persigue con la misma velocidad. Algunas veces, en una noche de tormenta, mientras legiones de pulpos alados, que desde lejos se parecen a cuervos, planean por encima de las nubes, dirigiéndose con inflexible remada hacia las ciudades de los hombres, con la misión de advertirles que cambien de conducta, el guijarro de mirada sombría ve pasar, uno tras otro, dos seres entre el resplandor del relámpago, y, enjugando una furtiva lágrima de compasión que se desliza de su párpado helado, exclama: «Ciertamente, lo merece, es de justicia». Después de haber dicho esto, recobra su actitud feroz, y continúa mirando, con un temblor nervioso, la caza del hombre, y los grandes labios de la vagina sombría, de donde se desprenden sin cesar, como un río, inmensos espermatozoides tenebrosos que toman su ímpetu en el éter lúgubre, escondiendo, con el vasto despliegue de sus alas de murciélago, la naturaleza entera, y las legiones solitarias de pulpos que se han vuelto taciturnos ante el aspecto de esas fulguraciones sordas e inexpresables. Pero durante ese tiempo el steeple-chase continúa entre los dos infatigables corredores, y el fantasma arroja por su boca torrentes de fuego sobre la espalda calcinada del antílope humano. Si, en el cumplimento de ese deber, encuentra en el camino a la piedad que quiere cerrarle el paso, cede a sus súplicas con repugnancia, y deja que el hombre se escape. El fantasma hace chasquear su lengua, como para decirse a sí mismo que va a dejar la persecusión, y regresa a su pocilga hasta nueva orden. Su voz de condenado se extiende hasta el interior de los lechos más lejanos del espacio, y cuando su aullido espantoso penetra en el corazón humano, éste preferiría tener, se dice, a la muerte por madre antes que al remordimiento por hijo. Hunde la cabeza hasta los hombros en la complicaciones terrosas de un agujero, pero la conciencia volatiza esta astucia de avestruz. La excavación se evapora, gota de éter, la luz aparece con su cortejo de rayos, como una bandada de chorlitos que cae sobre el espliego, y el hombre se encuentra frente a sí mismo con los turbios ojos abiertos. Lo he visto dirigirse hacia el mar, subir a un promontorio destrozado y batido por la ceja de la espuma, y, como una flecha, precipitarse en las olas. He aquí el milagro: el cadáver reaparecía al día siguiente en la superficie del océano, el cual devolvía a su vez el despojo de carne a la orilla. El hombre se despojaba del molde que su cuerpo había fraguado en la arena, exprimía el agua de sus cabellos mojados, y volvía a emprender, con la frente muda e inclinada, el camino de la vida. La conciencia juzga severamente nuestros pensamientos y nuestros actos más secretos, y no se engaña. Como es a menudo impotente para prevenir el mal, no cesa de acosar al hombre, como a un zorro, sobre todo durante la oscuridad. Ojos vengadores, que la ciencia ignorante llama meteoros, esparcen una llama lívida, pasan girando sobre sí mismos, y articulan palabras de misterio... ¡que él comprende! Entonces su cabezal queda triturado por las sacudidas de su cuerpo, abrumado por el peso del insomnio, y oye la siniestra respiración de los vagos rumores de la noche. El ángel del sueño mismo, mortalmente alcanzado en la frente por una piedra desconocida, abandona su tarea y asciende hacia los cielos. Pues bien, esta vez me presento para defender al hombre, yo, el censor de todas las virtudes, yo, el que no ha podido olvidar al Creador, desde el día glorioso en que, derribando de su pedestal los anales del cielo, donde no sé por medio de qué infame embrollo estaban consignados su dominio y su eternidad, le apliqué mis cuatrocientas ventosas debajo de la axila y le hice dar gritos terribles... Se convirtieron en víboras al salir de su boca y, fueron a esconderse entre las malezas, entre las murallas ruinosas, al acecho del día, al acecho de la noche. Esos gritos, que volvieron rampantes y dotados de innumerables anillos, con una cabeza pequeña y aplastada y ojos pérfidos, han jurado detener a la inocencia humana, y cuando ésta se pasea entre la maraña de los bosques, o al dorso de los taludes, o sobre las arenas de las dunas, no tarda en cambiar de idea. Sin embargo, siempre que esté a tiempo, pues en ocasiones el hombre percibe la penetración del veneno en las venas de su pierna, por una mordedura casi imperceptible, antes de que tenga tiempo de retroceder y largarse. Así es como el Creador, conservando una sangre fría admirable, hasta en los sufrimientos más atroces, sabe extraer de su propio seno gérmenes nocivos para los habitantes de la tierra. Cuál no sería su asombro cuando vio a Maldoror, convertido en pulpo, avanzar hacia su cuerpo con sus ocho patas monstruosas, cada una de las cuales, sólida correa, habría podido rodear fácilmente la circunferencia de un planeta. Cogido de sorpresa, se debatió algunos instantes contra ese abrazo viscoso, que se estrechaba cada vez más... Yo temía algún golpe dañino por su parte; después de haberme nutrido abundantemente con los glóbulos de esa sangre sagráda, me separé bruscamente de su cuerpo majestuoso, y me escondí en una caverna que desde entonces se convirtió en mi morada. Tras infructuosas búsquedas, no pudo encontrarme. Hace mucho tiempo de eso, pero creo que ahora ya sabe dónde está mi morada, aunque se guarda de entrar en ella; vivimos como dos monarcas vecinos que conocen sus respectivas fuerzas, y no pudiendo vencer uno a otro, están cansados de las batallas inútiles del pasado. El me teme y yo le temo; cada uno, sin haber sido vencido, hemos sentido los rudos golpes de su adversario, y así estamos. Sin embargo, estoy dispuesto a comenzar de nuevo la lucha cuando él quiera. Pero que no espere ningún momento favorable para sus ocultos designios. Estaré siempre en guardia, con la vista fija en él. Que no envíe más a la tierra la conciencia y sus torturas. He enseñado a los hombres las armas con que puede combatirla con ventaja. Todavía no están familiarizados con ella, pero sabes que para mí es como la paja que se lleva el viento. No le hago ningún caso. Si quisiera aprovechar la ocasión que se presenta de sutilizar estas discusiones poéticas, añadiría que incluso hago más caso de la paja que de la conciencia, pues la paja es útil para el buey que la rumia, mientras que, la conciencia sólo sabe mostrar sus garras de acero. Estas sufrieron un penoso descalabro el día que se plantaron ante mí. Como la conciencia había sido enviada por el Creador, creí conveniente no dejarme cerrar el paso por ella. Si se hubiera presentado con la modestia y la humildad propias de su rango, y de las que jamás hubiera debido apartarse, yo la habría escuchado. No me gustaba su orgullo. Extendí una mano y con mis dedos trituré sus garras, que cayeron pulverizadas bajo la presión creciente de esa nueva clase de mortero. Extendí la otra mano y le arranqué la cabeza. A continuación arrojé de mi casa a latigazos a aquella mujer y no la volví a ver más. Conservé su cabeza en recuerdo de mi victoria... Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo roía, me mantuvo sobre un pie, como la garza, al borde del precipicio fraguado en las laderas de la montaña. Me han visto descender al valle, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y serena como la lápida de una tumba. Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo roía, nadé entre los remolinos más peligrosos, atravesé los escollos mortales, y me sumergí bajo las corrientes para asistir, como un ser ajeno, a los combates de los monstruos marinos; me alejé de la costa hasta perderla de mi vista penetrante; y los horribles calambres, con su magnetismo paralizante, rondaban alrededor de mis miembros, que hendían las olas con movimientos vigorosos, sin atreverse a aproximarse. Me han visto regresar, sano y salvo, a la playa, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y serena como la lápida de una tumba. Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo roía, subí los peldaños que ascendían a una elevada torre. Llegué, con las piernas cansadas, a la plataforma vertiginosa. Contemplé el campo, el mar; contemplé el sol, el firmamento; empujando con el pie el granito, que no cedió, desafié a la muerte y a la venganza divina con un supremo abucheo, y me precipité, como un adoquín, en la boca del espacio. Los hombres oyeron el choque doloroso y resonante que resultó del encuentro del suelo con la cabeza de la conciencia, que había abandonado en mi caída. Me han visto descender, con la lentitud de un pájaro, llevado por una nube invisible, y recoger la cabeza, para forzarla a ser testigo de un triple crimen que yo debía cometer ese día, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y serena como la lápida de una tumba. Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo roía, me dirigí hacia el lugar donde se elevan los postes que sostienen la guillotina. Coloqué la gracia suave del cuello de tres muchachas bajo la cuchilla. Como verdugo, solté el cordón con la aparente experiencia de toda la vida, y el hierro triangular, cayendo oblicuamente, cortó las tres cabezas que me miraban con dulzura. Puse en seguida la mía bajo la pesada navaja, y el verdugo se dispuso a cumplir con su deber. Tres veces la cuchilla descendió entre las ranuras con un renovado vigor, tres veces mi armazón material, sobre todo en el sitio del cuello, fue sacudido hasta sus cimientos, como cuando en sueños uno se figura ser aplastado por una casa que se desploma. El pueblo estupefacto me deja pasar para que me aleje de la fúnebre plaza; me ha visto abrir a codazos sus olas ondulantes, y desplazarme, lleno de vida, avanzando con la cabeza alta, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y serena como la lápida de una tumba. Dije que quería defender al hombre esta vez, pero temo que mi apología no sea expresión de la verdad, y, en consecuencia, prefiero callarme. La humanidad aplaudirá esta medida con agradecimiento. Es hora de poner freno a mi inspiración y de que me detenga un instante en mi camino, como cuando se contempla la vagina de una mujer; es bueno examinar el espacio recorrido, para a continuación, con los miembros descansados, dar un salto impetuoso. Dar un giro sin tomar aliento no es fácil, pues las alas se cansan mucho, en un vuelo elevado, sin esperanza y sin remordimiento. No... no conduzcamos a más profundidad la huraña jauría de las piochas y las exploraciones a través de las minas explosivas de este canto impío. El cocodrilo no cambiará una palabra del vómito salido del interior de su cráneo. Tanto peor, si alguna sombra furtiva, estimulada por el loable fin de vengar a la humanidad, injustamente atacada por mi, abre subrepticiamente la puerta de mi cuarto, y, rozando la pared como el ala de una gaviota, hunde su puñal en las costillas del saqueador de despojos celestiales. Lo mismo da que la arcilla disuelva sus átomos de esa manera que de otra.
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